lunes, 26 de marzo de 2012

Rue de Rivoli, habitación 103.



En la habitación con vistas a Las Tullerías quedaba la cama deshecha, el calor de los buenos momentos y una botella casi vacía de Dom Pérignon.
Esperanza Rika y Ansius Dineropoulos habían gozado los días en la ciudad luz. Solo el eficiente botones sin sonrisa seria la gota oscura en sus gratos recuerdos. Esperanza se preguntaba por qué, aquel trabajador, que a su llegada al hotel la recibió con flores, no sonreía. Agustín Pena no sonreía hacia tiempo, pero eso sus jefes no lo sabían. Cada mañana, a las nueve, puntualmente, con el desayuno, Agustín llamaba a la puerta de la habitación 103. Pero Esperanza y Ansius siempre estaban de acuerdo en que los croissants y los brioches, el zumo de naranja y el café lo hubieran saboreado mejor con una sonrisa de él. Y hacían conjeturas sobre su eficiencia y su falta de alegría. Agustín Pena era eficiente, no lo podían negar. Les daba los buenos días y les habría la puerta al entrar y salir a la calle. Les saludaba con unas buenas tardes al abrirles la puerta del salón de té y las buenas noches, cuando llegaba con la botella de champán a la habitación. Ahora se despedían de Paris, donde en unos excelentes días habían curado el estrés acumulado por los vaivenes de sus acciones en bolsa. Esperanza y Ansius se iban de Paris, sin la esperada sonrisa de Agustín pero con la enigmática sonrisa de La Gioconda.
Y Agustín Pena corrió a buscar la propina pero sin sonrisa. Esa era su protesta.
Hacia un mes su empleador le había informado del aumento de su jornada laboral y del recorte de su sueldo.



Foto: Rue de Rivoli, Paris, año 2000. S. Andrada Lapenne

Texto: S. Andrada Lapenne

No lo tomen en serio, es una fabula mía.

TRAS HUELLAS DEL CHE EN MADRID

Que bien me ha venido esta alegre foto que me hizo Mónica para compartir copa con el Che y este detalle de la historia.

El Che estuvo en la cafetería California, en la Gran Vía, era el año 1959. La foto es de César Lucas.


La cámara no puede moverse, la cámara no puede moverse". Un único pensamiento martirizaba al fotógrafo César Lucas la madrugada del 13 al 14 de junio de 1959: no podía temblarle el pulso. Al amanecer había quedado con el revolucionario Ernesto Che Guevara (Rosario, Argentina, 1928-Higueras, Bolivia, 1967) en el hotel Plaza de Madrid y pasarían unas horas juntos. Lucas tenía 18 años y llevaba unos meses trabajando para la agencia Europa Press. "No tenía apenas experiencia y lo recuerdo como angustioso", dice.


Ernesto Che Guevara en la cafetería California, en la calle Gran Vía de Madrid. Año 1959
Foto: César Lucas. 
Fuente: El País, 5 de agosto de 2003

viernes, 9 de marzo de 2012

La foto del pasado


Sorprendí al Hombre Invisible detrás de un pilar de la Plaza Mayor mientras una mujer lo ayudaba a vestirse. Casi en el medio de la plaza, un negro con una larga túnica verde soltaba un continuo y estridente chillido con no sé que cosa que tenia en su boca. De a ratos, desmigajaba un trozo de pan duro para las palomas. Un cutre Bop Esponja cruzo el gigantesco pavimento de adoquines buscando su lugar en el escenario. Era media mañana y se amontonaban los paseantes y turistas. El sol de invierno dividía la plaza en una mitad iluminada y otra oscura. Un joven se atrevió a que un dibujante intentara su caricatura. Un hombre, o una mujer, aguantaba una extraña postura, representando un indescifrable personaje. En la mitad oscura de la plaza los adoquines guardaban la humedad de la noche. En la mitad iluminada el sol resaltaba sus relieves. Un grupo de japoneses miraban todos en una misma dirección, callados, atentos, mientras alguien explicaba en ingles. Casi todos llevaban una cámara y no espere a ver si todos la disparaban a la vez. Preferí acercarme a la cámara de madera cuando la descubrí. Una foto antigua por cinco euros. Enseguida posó una pareja, de japoneses, creí, pero mas apuestos y elegantes que los del disciplinado grupo. El fotógrafo metió su cabeza bajo la tela negra, quito el tapón del objetivo, espero unos segundos, volvió a tapar el objetivo, después de otros segundos saco un negativo en papel, lo coloco en una extensión de la cámara frente al objetivo y lo fotografió, al poco rato saco el papel definitivo y lo sumergió en un cubo. No pude ver de cerca la foto, pero a la pareja la vi sonreír feliz…

La abuela Avelina y sus castañas




“Crecen las castañas en lugares montuosos y ásperos, en donde se coge muy poco pan…” esto lo dijo un tal Andrés de Laguna. Hace bastante tiempo me encontré en Las medulas, en un lugar de León, un montón de castaños de enormes y tortuosos troncos. En esa tierra roja que me asombró, supe que fueron los romanos quienes los trajeron allá por el siglo I. En esta parte de la Península Ibérica, donde hace años vivo, la castaña asada se consume cuando ya esta cerca la navidad. En este mes de enero, en las calles de Madrid todavía había en el aire el cálido olor de las castañas asadas.

La bola de cristal



La vidente no tenía trabajo, eso lo estuve observando mientras sorbo a sorbo consumía la copa de moscatel. En compañía de Mónica, desde la mesa en el exterior de aquel bar del Parque del Retiro, bebíamos y charlábamos mirando la multitud de gentes pasear. Era una tarde de sábado. El día de invierno había sido generoso, con un cielo despejado y un sol tibio que ahora se despedía pintando de un pálido naranja los bordes de la ciudad. Habíamos atravesado el parque paseando lentamente, relajados por el trozo de naturaleza enorme que nos aislaba del asfalto. Por el camino habíamos visto a un niño perseguir unas enormes burbujas de jabón que un hombre creaba con un balde, dos varas y una cuerda, esperando que alguien le dejara unas monedas. El espectáculo era hermoso y lo fotografié. El niño persiguiendo burbujas sensibilizo en aquel momento mis recuerdos de infancia. Al rato, el artilugio cilíndrico de un puesto de barquillos reforzó mis sentimientos. Y recordé al barquillero que recorría el barrio con ese artefacto cargado en su espalda. Se despedía el sol y apuramos nuestras copas. La bola de cristal brillaba entre las primeras penumbras mientras todo se convertía en siluetas. A la mesa de la vidente nadie se acercó. Solo yo.