lunes, 24 de octubre de 2011

Apuntes de viaje: Marrakech, diciembre de 2008


















Días antes de poner por primera vez los pies en África, había leído a Elías Canetti y sus  Voces de Marrakech.

Casi dos horas de vuelo de avión separan Barcelona de Marrakech, y se puede  percibir que este viaje breve pone al viajero de golpe en otro mundo. La luz se cuela por las formas árabes de la estructura del aeropuerto. Resplandece el blanco y las formas se dibujan en el suelo, ayudadas por el sol. Menara es el nombre, y aquí muchas cosas son ya diferentes.

Un taxi nos llevó a la Medina y paró frente a una de las puertas de la muralla. La luz del mediodía era fuerte y el color rojizo acentuaba la densa calidez. Mandado desde el Riad, donde nos alojaríamos, vino un hombre con un carro con ruedas de coche y tirado por él. Cargó nuestras maletas y nos condujo a través de un laberinto de oscuros y húmedos pasillos hasta la puerta, donde dudé, hasta no traspasarla, de que allí hubiera algo así como un pequeño palacio. Y humilde, pero lo era. Ninguna ventana al exterior, pero un patio central a cielo abierto daba un aire señorial a la antigua vivienda de tres plantas. Todas las puertas y las ventanas daban allí, al encantador patio. En un ambiente abierto, de paredes de estucos algo húmedos y techos de yeso con mil filigranas, desayunábamos. Había un hogar  de leña, un enorme cuadro con la pintura de una bailarina árabe y unos sillones bajos y con mucho uso.

El desayuno nos lo servía una callada señora Marroquí. Cada mañana nos ponía sobre una pequeña mesa una jarra de jugo de naranja, una jarra de miel y unas tortitas calientes semejantes a una filloa llena de agujeritos. Y también café.El primer día en Marraquech, aquel primer día en la Medina fue mágico, como todos los otros. Enseguida nos fuimos a la plaza Jemma el Fna a encontrarnos con las cosas más extrañas: un puesto de bichos secos; sapos, culebras y otros de esa especie y pócimas para los males. Mientras yo miraba esto, a Mónica dos lugareñas le insistieron tanto que acabaron pintándole las manos con hena. Enorme la plaza, interesante, mágica y misteriosa; monos, serpientes y contadores de cuentos, vistosos carros expendedores de jugos de naranja, adivinadores, y mucha gente. Nos sentamos en una mesa en los bordes de la plaza, una escueta carta no ofrecía mucha variedad, pedimos Tajín. Nos trajo el típico plato un señor con una túnica casi blanca y las calientes cazuelas de barro con chimenea soltaban el vapor y su aroma en la mesa y en la plaza. No se sirve alcohol y nos tuvimos que olvidar del vino o la cerveza. El hombre de la túnica blanca, cuando le pedimos el pan, estiró su mano hasta una cesta llena que una señora tenía en el suelo y al momento teníamos dos panes redondos y chatos lisos y tiernos. El Riad Chraïbi está muy cerca de la plaza Djemma el Fna y casi en el mismo corazón del zoco. El zoco, desordenado lugar que recorrimos con alegría y curiosidad.

En esos callejones a veces cubiertos y semioscuros, llenos de fuertes colores y olores, descubrí que aún la boba uniformidad del mundo está  lejos de aquí. En estas calles de humanidad no circulan coches, si algún burro llevando carga, o algún hombre con una oveja sobre los hombros o transportándola sobre un humeante y ruidoso ciclomotor. Y mucha, mucha gente andando para acá y para allá. ¡Qué lugar el zoco!, en él hay una atmosfera de otro tiempo y un montón de antiguos oficios, un lugar donde todavía se puede encontrar autentica artesanía.

Siempre sorprendente, el zoco nos ofrece a cada paso una sensación. Avanzaba yo por esos callejones y algo húmedo rozo mi cabeza, las tripas de algún animal colgaban de las cañas que daban sombra al lugar. La carne para el consumo se expone a la intemperie, sin refrigerar. Un poco más allá un montón de especies dan color y aroma. Entre todo eso están los negocios de delicadas prendas o joyas. Y este lugar que en la primera impresión me pudo parecer miserable, a las pocas horas nos envolvió en su latido humano extraño, sugestivo e intenso.

El primer día nos despertaron unas fuertes voces árabes en la madrugada, era la llamada a la oración. Los altavoces sonaron muy cerca y el sol no había salido…

Sergio Andrada Lapenne