lunes, 19 de julio de 2010

Puerto de Livorno, Pisa y nosotros..











Estefano hablaba con claridad el español y eso terminó ayudando a que nos pusiéramos de acuerdo y nos llevara a Pisa.
Antes habíamos estado un rato discutiendo el precio, incluso le dijimos no y continuamos nuestro camino buscando la salida del puerto. Después de unos metros y otro regateo, Mónica y yo subimos a taxi. Atento al paisaje, al poco rato de salir comenté sobre los enormes pinos que bordeaban la carretera, eso desvió la conversación que nos daba el taxista sobre como debíamos hacer nuestra visita a la ciudad. Proponía llevarnos y esperarnos el tiempo necesario para unas fotos de rigor y nos volvería a traer otra vez al puerto por el precio pactado. No tuve dudas de que Estefano era un italiano negociante. Mientras el y yo no parábamos de hablar, Mónica callada en el asiento de atrás intervenía de rato en rato. Yo hablaba y miraba y como si esos lugares correspondieran a mi curiosidad, mediante Estefano me enteraba que allí estaba el aeropuerto o que mas allá barracones y alambradas señalaban una base militar norteamericana. Como suele ser normal, también hablamos de nuestras procedencias, del porque conocía él tan bien el español y él se entero de que vivo en España pero que soy uruguayo. Nosotros supimos que había pasado algunas veces por España en los veranos de la Costa Brava y Salou. Por eso, cuando el taxi se detuvo tuve la impresión de que el trayecto fue muy corto pero habíamos recorrido 19 kilómetros.
Ya rodaba mi silla por la calle ancha y tranquila y la primera impresión me la dio el color ocre dominante. Mónica y yo habíamos decidido pasar todo el tiempo posible en Pisa y era la primera vez que la visitábamos. El taxi se fue con la condición de volver a buscarnos en el mismo punto a las cuatro de la tarde. Al final fue la decisión que tomamos para poder pasear por el lugar con tranquilidad, después a las cinco de la tarde nos esperaba el barco. Anduvimos algo más de cien metros para enseguida encontrarnos con la famosa torre y otros importantes edificios que la acompañan en una extensa explanada. En los primeros instantes quedó de lado mi instinto de fotógrafo y renació mi oficio de albañil. Mire con detalle la antigua y admirable construcción con todo su mármol, su peso y su arte en una postura desafiante a cualquier ley constructiva.
Arriba, en lo alto de la torre grupos de personas practicaban la curiosidad y supuse que también el vértigo. Saque mi cámara y fotografié y fotografié lo mil veces fotografiado.
Después deambulamos como los demás turistas y mirando esto y aquello me impresionó también la enorme puerta de bronce llena de relieves.
La caminata nos llevo hasta un rincón e hicimos un alto en un bar de esquina donde tomamos unas cervezas arrimados a una mesa en una estrecha acera. Un poco más allá, en otra mesa, un hombre solitario miraba sin interés. Usaba un sombrero gris de ala ancha y el pelo largo y desarreglado. Lo observé varias veces por su aspecto de vagabundo y su actitud despreocupada y tranquila. Enfrente, un pequeño local lucia un letrero de restaurante chino al que enseguida se dirigió un grupo que bajaba en fila por la calle, eran chinos. Cerca de allí después disparé mi cámara sobre una curiosa escena; en una acera y pegada a un húmedo muro había una balanza para personas, una bicicleta y una gran maleta color rojo en apariencia abandonada.
La Buca era el restaurante donde más tarde comimos. Luego de unas vueltas nos decidimos a entrar por parecernos típico y agradable. La dificultad eran los dos escalones de la entrada que salvé con la ayuda de un presuroso camarero. Una vez dentro, buscando la ubicación adecuada decidimos pasar a un patio que se veía al fondo. Fue una sorpresa, porque ese espacio abierto daba otra vez a la calle y casi enfrente de la Torre.
Pedimos una jarra de vino tinto, ensalada y por supuesto pizza. Fue un relajado momento y allí comían otras personas entre plantas y sillas verdes y el fondo ocre de las paredes. El camarero nos ofreció licor de Limoncello que nos sirvió para rematar deliciosamente nuestro encuentro con Pisa. Puntualmente, a las cuatro, Estefano el taxista nos vino a buscar..

jueves, 15 de julio de 2010

Villefranche-sur-Mer








Cuando salimos a cubierta, el barco ya había fondeado en la ensenada de Villefranche-sur-Mer. La visión del paisaje nos lleno de una sensación agradable. Salimos por la barriga del barco a una de las lanchas que iban y venían llevando pasajeros al pequeño puerto. Eran las once de la mañana y este lugar de la Costa azul nos recibía con un brillante día de sol. Las casas abigarradas y encaramadas a la montaña daban su toque de color. Pocos metros después de pisar tierra estábamos en una plaza donde había algunos puestos de artesanías rodeando una fuente. Enfrente teníamos una hilera de bares y restaurantes. Antes me había fijado en unos carteles indicadores que señalaban puntos de interés del lugar. Muy próxima estaba la Chapelle Saint Pierre, y más arriba La Rue Obscure. Fuimos hasta esa calle cubierta del siglo XIV, pero después de todo mi empeño, no pude ver ni recorrer sus accidentados 130 metros. Mónica lo hizo y registró en su cámara lo que querían mis ojos. Nos detuvimos a tomar unas cervezas, para después dirigirnos a una zona de antiguas murallas. Allí le hice a Mónica las típicas fotos de recuerdo y bajamos la empinada calle que nos llevo otra vez a la plaza.
Sentados en un bar, choque mi copa de vino blanco con la copa de Mónica y nos pusimos a mirar a la gente pasear. En el horizonte nos esperaba el Ocean Pearl.
En este lugar se rodó la película de James Bond, “Nunca digas nunca jamás”.