miércoles, 4 de junio de 2014

Febo, el perro de Malaparte, mi amigo Humberto, Mati su perro y todos los perros del mundo.

En el invierno de 1940, para huir de la guerra y de los hombres, para curarme de aquel asqueroso mal que la guerra hace nacer en el corazón de los hombres, me había refugiado en Pisa, en una casa muerta, en el fondo de una de las calles más bellas y más muertas de aquella bellísima y muerta ciudad. Llevaba conmigo a Febo, mi perro Febo, que había recogido muriéndose de hambre en la playa de Marina Corta, en la isla de Lípari, y que había cuidado, criado, en mi muerta casa de Lípari, y que había sido mi único compañero durante mis desiertos años de destierro en aquella triste isla, tan cara a mi corazón.
 
 
Jamás he querido tanto a una mujer, a una hermana, a un amigo, como a Febo. Era un perro como yo. Para él he escrito las páginas afectuosas de Un cane come me. Era un ser noble, el ser más noble que jamás he encontrado en la vida. Era de aquella raza de lebreles, raros hoy día y delicados, venidos en la antigüedad de las riberas de Asia con las primeras emigraciones jónicas, que los pastores de Lípari llamaban cerneghi. Son los perros que los escultores griegos esculpían en los bajorrelieves de las tumbas. “Echan a la muerte”, dicen los pastores de Lípari.
Tenía el pelo del color de la luna, rojizo y dorado del color de la luna sobre el mar, del color de la luna sobre las hojas de los limoneros y naranjos, sobre las escamas de aquellos peces muertos, que el mar, después de la tormenta, dejaba sobre la arena a la puerta de mi casa. Tenía el color de la luna sobre el mar griego de Lípari, de la luna en el verso de la Odisea, de la luna sobre aquel salvaje mar de Lípari que Ulises navegó para alcanzar la solitaria ribera de Eolo, rey de los vientos. Del color de luna muerta poco antes del alba. Yo lo llamaba Canetuna. No se alejaba nunca un paso de mí. Me seguía como un perro. Digo que me seguía como un perro. Su presencia en mi pobre casa de Lípari, flagelada sin reposo por el viento y el mar, era una presencia maravillosa. Por la noche, iluminaba mi desnuda estancia con la cálida tibieza de sus ojos lunares. Tenía los ojos de un azul pálido, del color del mar cuando se pone la luna. Sentía su presencia como la de una sombra, la presencia de mi sombra. Era como el reflejo de mi espíritu. Me ayudaba, con su sola presencia, a encontrar ese desprecio de los hombres que es la primera condición de la serenidad y de la cordura de la vida humana. Sentía que se parecía a mí, que no era sino la imagen de mi conciencia, de mi vida secreta. El retrato de mí mismo, de todo eso que hay de más profundo, de más íntimo, de más propio en mí; mi subconsciente mi espectro. De él, mucho más que de los hombres, he aprendido que la moral es gratuita, que es afín a sí misma, que no se propone siquiera salvar al mundo (¡ni siquiera salvar al mundo!), sino tan sólo crear siempre nuevos pretextos a su desinterés, a su libre juego. El encuentro de un hombre y un perro es siempre el encuentro de dos espíritus libres, de dos formas de dignidad, de dos morales gratuitas. El más gratuito y el más romántico de todos los encuentros. De aquellos que la muerte ilumina con su pálido esplendor, parecido al color de la luna muerta sobre el mar en el cielo verde del alba.
Reconocía en él mis impulsos más misteriosos, mis instintos más inciertos, mis dudas, mis temores, mis esperanzas. Mía era su dignidad frente a los hombres, mío su valor y su orgullo frente a la vida, mío su desprecio por los fáciles sentimientos del hombre. Pero era más sensible que yo a los oscuros presagios de la naturaleza, a la invisible presencia de la muerte, que siempre gira tácita y sospechosa en torno a los hombres. Él sentía venir de lejos por el aire nocturno las tristes larvas del sueño, parecidas a aquellos insectos muertos que el viento trae sin saber de dónde. Y ciertas noches, acostado a mis pies en mi desnuda estancia de Lípari, seguía en torno a mí, con los ojos, una presencia invisible que se acercaba, se alejaba, y permanecía largas horas espiándome a través del cristal de la ventana. Alguna vez, si la misteriosa presencia se me acercaba hasta rozar mi frente, Febo gruñía amenazador, el pelo del dorso erizado; y yo oía un grito plañidero alejarse en la noche, morir poco a poco.
Era el más querido de mis hermanos, mi verdadero hermano, el que no traiciona, el que no humilla. El hermano que ama, que ayuda, que comprende, que perdona. Sólo quien ha sufrido largos años de destierro en una isla salvaje y al volver entre los hombres se ve evitar y huir como un leproso, de todos aquellos que un día, muerto el tirano, serán los héroes de la libertad, sólo éste puede saber lo que es un perro para un ser humano. Febo me miró algunas veces con un reproche noble y triste en su mirada afectuosa y yo sentía entonces una extraña vergüenza, casi un remordimiento de mi tristeza, una especie de pudor delante de él. Sentía que en aquellos momentos Febo me despreciaba; con dolor, con tierno afecto, pero en su mirada había una sombra de piedad y, al mismo tiempo, de desprecio. Era, no sólo mi hermano sino mi juez. Era el custodio de mi dignidad y, al propio tiempo, diré con una antigua voz griega, mi doruforema.
Era un perro triste, de ojos graves. Todas las tardes pasábamos largas horas en el umbral ventoso de mi casa, contemplando el mar. ¡Oh, el mar griego de Sicilia, la roja peña de Escila frente a Caribdis, y la veta nevosa del Aspromonte, y la candida espalda del Etna Olimpo de Sicilia! Verdaderamente, como canta Teócrito, no hay nada más bello de contemplar en el mundo que contemplar desde, lo alto de una ribera el mar de Sicilia. Se encendían sobre los montes las hogueras de los pastores, salían las barcas al alto encuentro con la luna, y el agrio lamento de las caracolas marinas con las cuales los pescadores se llamaban en el mar, se alejaban en la argentina calígine lunar. La luna se elevaba sobre el peñasco de Escila, y el Strómboli, en lo alto, inaccesible volcán en medio del mar, flameaba como una hoguera solitaria en la profunda floresta azulada de la noche. Nosotros contemplábamos el mar, aspirando el olor amargo de la sal, el olor fuerte y embriagador de las naranjas, y el olor de leche de cabra, de las ramas de enebro encendidas en la lumbre y aquel olor cálido y profundo de mujer que es el olor de la noche siciliana, cuando las primeras estrellas se levantan pálidas en el horizonte. Entonces, un día, fui conducido con las esposas en las muñecas de Lípari a otra isla y de allá, después de largos meses, a Toscana. Febo me siguió de lejos, escondiéndose entre los barriles de anchoas y los rollos de cordaje en la cubierta de la Santa Marina, el pequeño barco que va de vez en cuando de Lípori a Nápoles, y entre las cestas de pescado y de tomates en la barca a motor que hace el servicio entre Nápoles, Ischia y Ponza. Con ese valor propio de los bellacos y que es el único mérito que tienen los siervos para creerse con derecho a la libertad, la gente se detenía para mirarme con los ojos llenos de reproche y de desprecio, insultándome en voz baja. Sólo los“lazzaroni”, tendidos al sol sobre los muelles del puerto de Nápoles, me sonreían a hurtadillas, escupiendo en el suelo entre los zapatos de los «carabinieri». Yo me daba vuelta de vez en cuando para ver si Febo me seguía y lo veía caminar con el rabo entre piernas, siguiendo los muros por las calles de Nápoles, de la Inmacolatella a Molo Beverello, con una maravillosa tristeza en sus ojos claros.
En Nápoles, mientras caminaba esposado entre los “carabinieri”, en Via Pertenope se me acercaron dos señoras sonriendo; eran la esposa de Benedetto Croce y Minnie Casella, la esposa de mi querido Gaspare Casella. Me saludaron con la gentileza maternal de las mujeres italianas, me pusieron flores entre las esposas y las manos y la señora Casella rogó a los “carabinieri” que me llevasen a beber algo, a tomar un refrigerio. Llevaba dos días sin comer. “Háganlo caminar por lo menos por la sombra”, dijo la señora Casella. Estábamos en junio y el sol me caía sobre la cabeza como un martillo. “Gracias, no necesito nada – dije-.Quisiera únicamente que diesen de beber a mi perro.” Febo se había acercado a nosotros y miraba a la señora Croce con una intensidad casi dolorosa. Aquella era la primera vez que veía el rostro de la bondad humana, de la piedad y de la cortesía femeninas. Husmeó largo tiempo el agua antes de beber. Cuando fui trasladado a Lucca, fui encerrado en aquella prisión donde permanecí largo tiempo. Y cuando salí en medio de los guardianes para ser conducido a mi nuevo lugar de deportación, Febo me esperaba delante de la puerta de la cárcel, flaco y enfangado. Sus ojos brillaban claros, llenos de una horrible dulzura.
Otros dos años duró mi destierro y durante los dos años vivimos en una pequeña casa del fondo del bosque donde en una habitación vivíamos Febo y yo, y en la contigua los “carabinieri” de guardia. Finalmente recuperé mi libertad, o lo que en aquel tiempo era la libertad, y para mí fue como salir de una estancia sin ventanas para entrar en una estrecha estancia sin paredes. Nos fuimos a mi casa de Roma y Febo estaba triste, parecía que mi humildad lo humillase. Sabía que la libertad no es un hecho humano, que los hombres no pueden, o quizá no saben, ser libres, que la libertad, en Italia, en Europa, apesta tanto como la esclavitud.
Durante todo el tiempo que pasamos en Pisa, estábamos casi constantemente encerrados en casa, y sólo hacia mediodía salíamos a dar un paseo por la orilla del río, el Arno, ese bello río pisano de color de plata, por los bellos “lugarni”claros y fríos; después íbamos hasta la Piazza dei Miracoli donde se yergue la torre inclinada que hace de Pisa la ciudad famosa en el mundo. Subíamos a la torre y desde allí contemplábamos la llanura pisana hasta Lionna, hasta Massa, y las pinedas, y el mar lejano, los párpados relucientes del mar, y los Alpes Apulinos, blancos de nieve y de mármol. Aquélla era mi tierra, mi tierra toscana, aquéllas eran mis selvas y aquél era mi mar, aquéllos eran mis montes y mis tierras y mis ríos. Hacia la tarde íbamos a sentarnos en el parapeto del Arno (aquel estrecho parapeto de piedra sobre el cual Lord Byron, durante sus días de destierro en Pisa, galopaba sobre su bello alazán entre los gritos de horror de los pacíficos ciudadanos), y veíamos el río arrastrar en su clara corriente hojas quemadas por el invierno, y las nubes de plata del antiguo cielo de Pisa.
Febo pasaba largas horas acostado a mis pies y de vez en cuando se levantaba, se acercaba a la puerta y se volvía a mirarme. Yo iba a abrirle la puerta y Febo se marchaba y volvía al cabo de una hora, de dos horas, jadeante, el pelo erizado por el viento, los ojos aclarados por el frío sol del invierno. Por la noche, levantaba la cabeza para oír la voz del río; la voz de la lluvia sobre el río. Y yo, acaso despertándome, sentía sobre mí su mirada tibia y leve, aquella presencia suya viva y afectuosa en la estancia oscura y aquella tristeza suya, aquel desierto presentimiento suyo de la muerte.
Un día salió y no volvió más. Lo esperé hasta la noche y por fin me decidí a buscarlo por las calles llamándolo por su nombre. Regresé a casa a altas horas de la noche y me arrojé sobre el lecho con el rostro hacia la puerta entornada. De vez en cuando me asomaba a la ventana y lo llamaba largo rato, gritando. Al alba corrí de nuevo por las calles desiertas, por entre las mudas fachadas de las casas que, bajo el cielo lívido, parecían de papel sucio.
Apenas se hizo de día corrí al depósito municipal de perros. Entré en una estancia gris, donde, encerrados en fétidas jaulas, gemían perros con el cuello segado todavía por la correa de los laceros. El guardián me dijo que quizá mi perro había acabado bajo las ruedas de un automóvil o había sido robado o arrojado al río por alguna banda de zascandiles. Me aconsejó dar la vuelta por los canales. ¿Quién sabe si Febo no estaba en alguna tienda de los canales?
Toda la mañana anduve de canal en canal y finalmente, en una tiendecilla cerca de la Piazza dei Cavalieri, un esquilador me preguntó si había ido a la Clínica Veterinaria de la Universidad a la cual los ladrones de perros venden por poco dinero los animales domésticos para los experimentos clínicos. Corrí a la Universidad, pero era pasado ya mediodía y la Clínica Veterinaria estaba cerrada.
Volví a casa; sentía en los ojos un algo frío, duro, resbaladizo; me parecía tener los ojos de cristal.
Por la tarde fui de nuevo a la Universidad y entré en la Clínica Veterinaria. El corazón me latía, no podía casi caminar, tal era mi debilidad y mi angustia. Pregunté por el médico de guardia y le di mi nombre.
El médico, un hombre joven y rubio, miope, me acogió cortésmente y me miró largamente antes de contestarme que haría todo lo posible por ayudarme.
Abrió una puerta y entramos en una gran habitación nítida, reluciente, con el pavimento cubierto de linóleo azul. A lo largo de las paredes estaban alineadas, una al lado de otra, como las camas de una clínica para la infancia, extrañas cunas de forma de violoncelo; en cada una de aquellas cunas estaba tendido sobre la espalda un perro con el vientre abierto, o el cráneo partido o el pecho en canal.
Tenues hilos de acero, enroscados en aquella especie de clavijas de madera como en los instrumentos de cuerda, mantenían abiertos los labios de alguna horrenda herida; se veía latir el corazón al descubierto, los pulmones, las ramificaciones de los bronquios como ramas de árboles hincharse, como la copa de un árbol al respiro del viento, el hígado rojo y brillante contraerse lentamente, leves estremecimientos correr sobre la pulpa blanca del cerebro como en un espejo empañado, las circunvalaciones de los intestinos desarrollarse lentamente como los anillos de una serpiente al salir del letargo. Y ni un gemido salía de la boca de los peros crucificados.
Al entrar, todos los perros volvieron la vista hacia nosotros con una expresión imploradora y al propio tiempo llenos de una atroz sospecha; seguían con la mirada nuestros ademanes; nos espiaban con los labios temblando. Inmóvil en medio de la sala, sentía mi sangre helada recorrer mis miembros; poco a poco me iba quedando de piedra. No podía cerrar los labios, no podía dar un paso. El médico apoyó su mano sobre mi brazo y me dijo: “¡Valor!” Esta palabra me quitó el hielo de los huesos, lentamente me moví, me incliné sobre la primera cuna. Y a medida que avanzaba de una cuna a otra la esperanza renacía en mí. De repente vi a Febo.
Estaba tumbado sobre el dorso, el vientre abierto, una sonda metida en el hígado. Me miraba fijamente y tenía los ojos llenos de lágrimas. Tenía en la mirada una maravillosa dulzura. Respiraba levemente, con la boca medio cerrada, presa de un temblor horrible. Me miraba fijamente y un dolor atroz socavaba mi pecho. Febo, dije en voz baja. Y Febo me miraba con una maravillosa dulzura en los ojos. Vi en él a Cristo, Cristo crucificado, vi a Cristo que me miraba con una inmensa dulzura maravillosa. Febo, dije en voz baja inclinándome sobre él, acariciándole la frente. Febo me besó la mano y no emitió un gemido.
El médico se acercó a mí, me tocó suavemente el brazo.
–No puedo interrumpir el experimento -dijo-, está prohibido. Pero por usted… le daré una inyección. No sufrirá.
Yo cogí la mano del médico entre las mías y con las lágrimas corriendo por mi rostro le dije: Júreme que no sufrirá…!
–Se dormirá para siempre. Quisiera que mi muerte fuese tan dulce como la suya -dijo el médico.
–Cerraré los ojos – dije yo -. No quiero verlo morir… ¡Aprisa! ¡Aprisa!
–Un instante sólo -dijo el médico; y se alejó silenciosamente sobre el pavimento de linóleo.
Fue al fondo de la sala y abrió un armario.
Yo permanecía de pie delante de Febo, temblando horriblemente, el rostro bañado por las lágrimas. Febo me miraba fijamente y ni el más leve gemido salía de su boca; me miraba fijamente con una maravillosa dulzura en los ojos. También los demás perros, tendidos en sus cuartos me miraban fijo, todos tenían una maravillosa dulzura en los ojos y ni el más leve gemido brotaba de sus bocas.
De repente, un grito de horror escapó de mi pecho.
–¿Por qué este silencio? –grité-, ¿Qué significa este silencio?
Era un silencio horrible. Un silencio inmenso, helado, muerto, un silencio de nieve.
El médico se acercó a mí con una jeringa en la mano…
–Antes de operarlos – dijo- les cortamos las cuerdas vocales.
 
 
 
 
Del libro La Piel, de Curzio Malaparte.
 
Fotografías: S. Andrada Lapenne, Buenos Aires, Argentina, 2013