lunes, 27 de abril de 2009

Abril








Todavía es abril. Que tonificantes días he vivido este mes de hermoso nombre. Lo digo así, aunque lo comencé con enorme pena. Me rescató de eso mi hada Mónica y me llevó a Sevilla. Creo que no hay mejor mes para visitar Sevilla que abril y es la segunda vez que lo hago. En la radio del taxi se oía la transmisión en directo de algunas de las procesiones, mientras nos trasladábamos del aeropuerto a la ciudad. El taxista, en silencio. Pensé en su devoción, pero cambie de opinión cuando al llegar al destino nos cobró. La tarifa, según él, es más alta en estos días. Éramos felices igual, pero no pude evitar decir: "a dios rogando y con el mazo dando", y él amable me dijo;- pues sí...hijo si-. Nada fue más allá de eso y pronto nos llegó el perfume de la noche Sevillana.

Más tarde, estábamos sentados chocando nuestras copas de vino, muy cerca de la catedral. Mientras, pasaban delante  imágenes y velas que lloraban su cera en la calle de adoquines. La calle llena de devoción. Las mesas de los bares en la calle también llenas. El sabor del vino se mezclaba con el de las frituras y el olor de las velas encendidas. Nuestra mesa, igual que otras, estaba debajo de un naranjo. En un gesto de éxtasis, levante la mirada hacia el árbol y vi sus frutos y esperé oler el azahar. Esto lo conseguí al otro día, cuando atravesábamos los jardines de Murillo para llegar al barrio de Santa Cruz, allí el aire estaba lleno de primavera y la flor del naranjo soltaba su aroma a la mañana. Nos detuvimos para fotografiarnos delante de unos magníficos árboles, de impresionante grosor y altura. Después nos metimos en las estrechas calles del barrio de Santa Cruz. Hicimos un alto en el bar "Las Teresas", y en ese ambiente continuamos estimulando nuestros sentidos. Me adelante a Mónica, cuando desde detrás de la barra preguntaron qué tomaríamos. No dude y pedí un "fino", sentí que estando en Andalucía, lo mejor para acompañar el momento y la conversación, era este buen vino de Jerez.


Mónica tampoco dudo y, ya tenía la copa llena mientras yo entretenía mi vista en los jamones que colgaban del techo. Arrimados a la barra nos rodeó un aire de buenas sensaciones, el vino motivó más las alegrías y una hora y media en el lugar fue un rato intenso de vida. Salimos animados, las señas de la semana santa se mostraban aquí y allá. En una y otra dirección iban algunas parejas. Ellos de traje y ellas de un negro luto, pero elegantes, alegres y muy bellas. Mientras caminábamos tuve la oportunidad de hacer unas instantáneas. Nos dirigimos al barrio de Santa Catalina esperando cruzarnos con alguna procesión y de llegar al "Rinconcillo", reconocido y antiguo bar del año 1670. Después de pasar delante de la gris fachada de una vieja e histórica iglesia, pocos metros más allá, en la esquina de dos estrechas calles estaba el bar. Las calles estaban repletas de gente, algunos, sentados en las aceras, llamaron nuestra atención. En las puertas del bar se apiñaban más gentes, el interior estaba lleno. Nuestra intención era entrar, pero parecía imposible. Mientras dudábamos, los que nos rodeaban, como buenos sevillanos, se interesaron por nosotros. Primero nos dijeron que en pocos minutos pasaría por allí una procesión. En las aceras de escasos cincuenta centímetros no cabía ya más nadie y en la calle no se podía estar. No sé si por ir yo en silla de ruedas o por delatar nuestra condición de forasteros, un numeroso grupo puso en práctica la famosa simpatía andaluza y se empecinaron en meternos al abarrotado bar.


Entramos como a presión, pero lo consiguieron. El acto me lleno de emoción y alegría, estábamos donde queríamos. El apretado rincón era agradable, teníamos cerca una ventana con gente que también la ocupaba mirando hacia fuera mientras de pie bebían y charlaban animadamente. Al otro lado, un grupo de mujeres sentadas alrededor de un barril de madera que era la mesa. Vestían elegantemente el atuendo negro, la enorme peineta y la mantilla, habladoras y sonrientes. De pie y en la misma mesa igual grupo de hombres con traje bebían, comían y hablaban. Enseguida nos mostraron su amabilidad y nos invitaron a estar con ellos. El bullicio era enorme. Una de las mujeres me hablaba y sonreía agradablemente y me costaba oírla. Después se unieron las demás, animándonos con simpatía cuando Mónica arrimo nuestras copas a su mesa. Nos aconsejaron las "tapas" locales: "pavías" (bacalao rebozado), especiales espinacas con garbanzos y el buenísimo jamón. Yo seguía con mi vino "fino" y Mónica se cambió a la cerveza. En la mesa de nuestros nuevos amigos se vaciaban las botellas de un buen tinto. Afuera pasaba la imponente procesión y podía ver los gorros cónicos de los penitentes y en un momento el estandarte y la imagen rodeada de velas. Hice algunas fotos a través de la ventana, donde siempre había el perfil de una mujer y su peineta. El ambiente era excitante, cálido y amistoso, tanto que olvide algo a mi querida Mónica por mis quehaceres con la cámara fotográfica y la simpatía de las elegantes mujeres y sus acompañantes. Recuerdo especialmente a Loli, porque pronto me dijo su nombre y porque su cara desbordaba en sonrisas y cariño. Y era bella. También a uno de los hombres con el que más hablé y que me dijo que era de Coria Del Río, su pueblo. Después nos hicimos algunas fotos en grupo y la compañía se amplió con algunas personas más que por allí estaban. Intercambiamos nuestros correos electrónicos y la intención de enviarnos las fotos. La despedida fue feliz y alegre, pero nunca gustan las despedidas


27 de abril de 2009