martes, 20 de septiembre de 2011

Apuntes de viaje. Londres, setiembre de 2008

Desde el aeropuerto de Stansted tomamos un tren a la estación de Liverpol Street. Llegamos con ganas de ver la ciudad. Al bajar del tren se me cayó a las vías el parasol de la cámara, pero enseguida alguien me lo rescató. Era el trabajador de la estación, que antes, muy amablemente me había ayudado a bajar. La primera impresión fue muy buena, la estación nos pareció elegante y enorme. Y extrañas y llamativas todas las voces.
Antes de llegar al hotel paramos en una taberna que se me antojó auténtica. Estábamos con sed de novedad y de cerveza, y la hora era buena, como las dos de la tarde. El local me agradó aunque éramos casi los únicos. No sabía si pedir la cerveza o seguir curioseando. Se acercó una muchacha por detrás de la barra. Miraba yo las marcas y los surtidores allí donde de pronto me fijé en su cara. Qué bonita, pensé. Después, como pudimos, nos hicimos entender. Y le pedimos la cerveza más inglesa. Y nos sirvió la Bombardier.


Caminamos día y noche. Bueno, también nos desplazamos en autobús, donde podía subir con mi silla de ruedas y no tenía que pagar boleto. Tampoco pagué para entrar en los museos, ni tampoco para subir al London Eye. Metidos en una de las cápsulas de cristal dimos un giro en la gigantesca rueda pegados al rio Támesis. El cielo tenía negros nubarrones, pero de ese cielo caía una luz que daba al rio y a todo el paisaje un ambiente único. Cuando bajamos de la rueda, una mujer morena, joven, con una melena color naranja y con un vestido inspirado en la bandera estadounidense estaba delante de mí y de mi cámara. Se mostró reservada y tímida cuando le insinué que quería fotografiarla. Sin embargo estaba allí llamando la atención. Después de varios gestos indicándole que se dejara, por fin la retraté.

 
Una noche, Mónica y yo salimos a caminar con ánimos de conocer y así seguir pasándolo bien. Las rojas cabinas de madera del telephone inglés son un conocido icono, pero solo eso, un icono. La mayoría de las que vimos solo son una caja vacía y abandonada. Al ver un grupo de ellas en buen estado y funcionamiento, hice la foto de Mónica dentro de la cabina.


Íbamos recorriendo el Soho por unas calles alumbradas por una luz artificial cálida y tenue que amarilleaba el ambiente. Empezamos a ver que los pubs, bares y tabernas estaban llenos y que había mucha gente en la calle, a la puerta de los mismos.
Y toda esa gente hablaba animadamente, con sus vasos y copas en la mano, apiñados en las aceras y a las puertas de los negocios. Íbamos andando por la calle y al llegar a una esquina concurrida paseamos la mirada por una atestada taberna y por el montón de personas que estaban afuera. Alguien nos dijo algo.
Al detenernos vimos que nos hacían señas de que nos acercáramos y no lo dudamos. Antes que nada, ya tenía en mis manos un vaso de cerveza. Ya en el montón nos sentimos rodeados de sonrisas amables y buenos gestos. Había un pícaro con un mazo de cartas y una cara muy expresiva que me palmoteó la espalda y me demostró su arte de prestidigitador.
Muy simpático el hombre con su vestimenta negra y su sombrero a lo Gardel. Tanto que en un principio desconfié. Y me equivoqué. Enseguida se presentó una pareja, una inglesa y un inglés, que compartían momento y copas con el pícaro. Simpáticos, altos y guapos ella y él, tanto que no hizo falta mucho para que Mónica y yo nos sintiéramos bien. No sé nada de inglés, salvo alguna palabra suelta. Mónica se defiende mejor.
No hizo falta nada más para entendernos. El largo rato compartido fue muy bueno a pesar del espontaneo encuentro.