Devoción
La Yashica MG-1 es la presunta culpable de lo mal que me han
quedado las fotos que hice para probarla. Todas las copias en papel de 10x15,
unas más, otras menos, me han salido mal, todas llevan una franja quemada. Y al
observar el negativo, he visto que tiene franjas oscuras, señal de estar sobre expuesto
por zonas. Mi primer mal pensamiento lo dirigí al laboratorio, cuando hube
recapacitado empecé a asumir mis fallos y el coste de mi capricho. Me gusta
esta cámara y por eso me quedé con ella; la pila que utilizaba ya no se fabrica
y por eso, (y menos mal), tuve que comprar un adaptador, que encontré por
internet, para hacer que funcionara. En este adaptador se introduce una pila de
cuerpo más pequeño para que ajuste correctamente en el compartimento de la
misma. Después, como el obturador no respondía, la mandé a un servicio técnico
para su puesta a punto. Cuando estuvo lista, la cargué con un rollo Fuji de 200
ASA y me fui, muy contento, a hacer fotos en esa calle llena de árboles, donde
cada sábado se ponen a la venta mil cosas más que usadas. Hoy cuando fui a
buscar las pruebas reveladas tuve este primer desengaño, que espero sea
temporal, porque me gusta esta vieja máquina compacta, telemétrica, con un
visor amplio y un obturador suave y silencioso. Sospecho que las juntas de
estanqueidad son las culpables, creo que todavía puedo mantener la ilusión.
Del rollo de 24 fotos he podido salvar alguna que no está muy afectada.
He elegido esta que publico, porque me viene bien, por su
contenido, para acompañarla con un texto que extraje de la lectura de un libro de Curzio Malaparte, que estoy leyendo.
El título del libro es Malditos toscanos (Maledetti toscani, en el original).
Si fuera sienés, y particularmente de San Gimignano, no sé si
podría ser devoto de santa Fina, una chiquilla que permaneció tendida sobre una
tabla casi toda su vida. Su penitencia me conmueve, diré incluso que me
entristece, pero no me hace más cristiano de lo que soy ya, ni me empuja a luchar para sacar a Jesucristo de la cruz
donde lo han clavado, es decir, a hacer sólo aquello que un cristiano debe
hacer si es verdaderamente un hombre. Y lo que digo de su penitencia quisiera
decirlo incluso de sus milagros, que son demasiado amables y correctos para
gustar a un toscano, porque son unos milagros de aquellos que las santas hacen como la gallina pone el
huevo. A nosotros nos gustan los milagros que los santos hacen con el gesto
duro, sin mirar a la cara de nadie, entrando en la lid de las cosas reales como
para andar a puñetazos con el demonio o, como Jacob, con el ángel.
Y si tuviese, a falta de otra cosa, que contentarme con una santa,
no elegiría a santa Fina, sino a santa Catalina de Siena, por aquel gusto
sádico suyo por las lágrimas y las heridas, por aquella crueldad tan moderna,
por aquel morboso instinto que la impulsaba a meter la mano en la sangre de los
condenados, a recoger en su regazo la cabeza cortada por el hacha del verdugo,
por aquella luz que la transfiguraba cuando regresaba a casa toda ella manchada
de sangre, en la nariz, en el cabello y
en las ropas aquel olor de sangre, la sangre del supliciado sobre sus manos
blancas, la sangre de Cristo coagulada sobre sus blancas manos. En santa
Catalina me gusta aquella atroz y exaltada simpatía suya por los criminales, los asesinos, los
parricidas, aquella morbosa pasión por los delitos más inhumanos. La sangre de
los tristes, el balanceo de los ahorcados, el arrodillarse delante del tajo de
los condenados a la decapitación, los gritos durante el suplicio de los
descuartizados, la llamaban como la voz del macho llama a la hembra en
celo.
S. Andrada Lapenne, 22 de junio de 2018
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