viernes, 22 de junio de 2018

Devoción


Devoción

La Yashica MG-1 es la presunta culpable de lo mal que me han quedado las fotos que hice para probarla. Todas las copias en papel de 10x15, unas más, otras menos, me han salido mal, todas llevan una franja quemada. Y al observar el negativo, he visto que tiene franjas oscuras, señal de estar sobre expuesto por zonas. Mi primer mal pensamiento lo dirigí al laboratorio, cuando hube recapacitado empecé a asumir mis fallos y el coste de mi capricho. Me gusta esta cámara y por eso me quedé con ella; la pila que utilizaba ya no se fabrica y por eso, (y menos mal), tuve que comprar un adaptador, que encontré por internet, para hacer que funcionara. En este adaptador se introduce una pila de cuerpo más pequeño para que ajuste correctamente en el compartimento de la misma. Después, como el obturador no respondía, la mandé a un servicio técnico para su puesta a punto. Cuando estuvo lista, la cargué con un rollo Fuji de 200 ASA y me fui, muy contento, a hacer fotos en esa calle llena de árboles, donde cada sábado se ponen a la venta mil cosas más que usadas. Hoy cuando fui a buscar las pruebas reveladas tuve este primer desengaño, que espero sea temporal, porque me gusta esta vieja máquina compacta, telemétrica, con un visor amplio y un obturador suave y silencioso. Sospecho que las juntas de estanqueidad son las culpables, creo que todavía puedo mantener la ilusión.




Del rollo de 24 fotos he podido salvar alguna que no está muy afectada.
He elegido esta que publico, porque me viene bien, por su contenido, para acompañarla con un texto que extraje de la lectura de un  libro de Curzio Malaparte, que estoy leyendo. El título del libro es Malditos toscanos (Maledetti toscani, en el original).

Si fuera sienés, y particularmente de San Gimignano, no sé si podría ser devoto de santa Fina, una chiquilla que permaneció tendida sobre una tabla casi toda su vida. Su penitencia me conmueve, diré incluso que me entristece, pero no me hace más cristiano de lo que soy ya, ni me empuja a  luchar para sacar a Jesucristo de la cruz donde lo han clavado, es decir, a hacer sólo aquello que un cristiano debe hacer si es verdaderamente un hombre. Y lo que digo de su penitencia quisiera decirlo incluso de sus milagros, que son demasiado amables y correctos para gustar a un toscano, porque son unos milagros de aquellos  que las santas hacen como la gallina pone el huevo. A nosotros nos gustan los milagros que los santos hacen con el gesto duro, sin mirar a la cara de nadie, entrando en la lid de las cosas reales como para andar a puñetazos con el demonio o, como Jacob, con el ángel.




Y si tuviese, a falta de otra cosa, que contentarme con una santa, no elegiría a santa Fina, sino a santa Catalina de Siena, por aquel gusto sádico suyo por las lágrimas y las heridas, por aquella crueldad tan moderna, por aquel morboso instinto que la impulsaba a meter la mano en la sangre de los condenados, a recoger en su regazo la cabeza cortada por el hacha del verdugo, por aquella luz que la transfiguraba cuando regresaba a casa toda ella manchada de sangre, en la nariz,  en el cabello y en las ropas aquel olor de sangre, la sangre del supliciado sobre sus manos blancas, la sangre de Cristo coagulada sobre sus blancas manos. En santa Catalina me gusta aquella atroz y exaltada simpatía  suya por los criminales, los asesinos, los parricidas, aquella morbosa pasión por los delitos más inhumanos. La sangre de los tristes, el balanceo de los ahorcados, el arrodillarse delante del tajo de los condenados a la decapitación, los gritos durante el suplicio de los descuartizados, la llamaban como la voz del macho llama a la hembra en celo. 
  


S. Andrada Lapenne, 22 de junio de 2018

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